miércoles, 6 de julio de 2011

TIJERETAZOS BIEN PENSADOS

The way we were
Ilustración de uno de los hombres grises de 'Momo'
¿Cómo éramos antes? Jóvenes, inocentes, arriesgados, inconscientes, incómodos, cabezotas, activos. ¿Cómo somos ahora? Incómodos y cabezotas. Los demás adjetivos, según quien, están o no. Somos incómodos por maduros; somos cabezotas por expertos. La salida laboral para este cocktail a veces es una bomba de relojería. ¿Quién contrata a una persona mayor de 35 años en una ciudad como Londres? Hay de todo. La sastresa toma el ejemplo de un amigo austriaco. Está hasta el cuello, ha abierto cuatro cafeterías y sigue limpiando platos como el resto de empleados. Este hombre prefiere a buenos trabajadores que a los hiperpreparados. La historia viene ahora. Hace poco entró en el taller una nueva aprendiz: una niña, francesa, de raza oriental, quizá de origen camboyano. Llegó asustada, sin apenas hablar una palabra de inglés. Sin embargo, pese a su marcado acento de 'quién sabe dónde', nos hizo comprender de dónde venía y qué primera experiencia tuvo en la ciudad del Támesis. Acababa de ser despedida de una empresa con dos sedes, un restaurante de pretendido prestigio y una casa victoriana donde se organizan eventos. La manager del segundo lugar, argelina de origen, francesa de nacimiento, regentaba el lugar con mano de hierro. Todo bajo su control. La mujer acogió a la joven en su casa, fruto de un acuerdo con la escuela universitaria de negocios de Lyon en la que estudiaba la niña y le dio trabajo. En la casa compartía cuarto con otra niña francesa. La usurera, no tiene otro nombre, les cobraba 220 libras por una habitación doble y por semana, embolsándose más de mil pounds cada mes. Las chicas comenzaron a buscar un nuevo lugar. Tristemente, la gerente se enteró y las echó a ambas de un día para otro. Salieron del trabajo un domingo sin tener dónde dormir. Una compañera les acogió en su casa como medida de emergencia. Al cabo de unos días, la empresa decidió prescindir de todo el 'staff'. Demasiado reivindicativo. La historia nos conmovió a todos en el taller, trabajadores y clientes. Y la reflexión quedó suspendida en el aire de tanto que le dimos vueltas: este es el mundo que heredarán nuestros hijos o nietos. Uno en el que el ser humano renuncia a su naturaleza para convertirse en un robot sin sentimientos, sin respecto ni comprensión por la diferencia, sin capacidad de diálogo, imponiendo la tiranía del dinero a su alrededor y buscando esclavos que no hablen ni piensen. Lamentablemente, esto ocurre en Londres cada día. La brutal sociedad de consumo marca el ritmo y, al parecer, el contrato que propone es no quedarse atrás en indignidad ni falta de respeto por los demás. La sastresa entonces recordó la humildad del taller en el que se formó su madre como modista. Una pequeña sala, dos modistillas y eso era todo. Tenían poco. La costura no daba para muchos lujos, pero hasta que Juanita se casó, maestra y aprendiz rieron y lloraron, con las clientas o sin ellas, en aquella pequeña sala. Esos tiempos pasaron pero me quedo con su humanidad, su imperfección y sus ganas de vivir. Aspectos que adopto como míos. Una usurera sin escrúpulos capaz de mentir a todos para ocultar su mezquindad, alardeando de una inexistente perfección, capaz de poner en la calle a cuatro jóvenes con tan sólo 72 horas de preaviso, dejar sin techo a dos veinteañeras en una metropoli como la capital británica, no me quitaría el sueño en siete días. Para mí, simplemente, no existe. Así que, fin del capítulo.

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